domingo, 20 de mayo de 2012

Lo que sobra



Caminó nervioso por la vereda con las manos en los bolsillos de la campera. No puedo volverme atrás, hoy termino con esto. -Se repitió una y otra vez. Lo hago.  -Abrió la puerta del almacén y fue derecho a pararse a un costado de la caja. Había una o dos personas, pero la espera le pereció una eternidad. Justo cuando llegó su turno entró doña María.
-   ¿Qué te damos hoy Roque?
-   Atienda a doña María nomás, don José, yo espero -dijo Roque y empezó a moverse de un lado a otro del negocio. Si no es ahora, estoy listo –volvió a pensar.
Don José pesaba el fiambre y lo seguía de reojo.
-                ¿No hay juntada con los muchachos, ché?-le preguntó como al pasar.
-                Si, pero no se si voy.
-                ¿Te pasa algo?
-                No, nada.
El trato que le daba don José lo hizo sentir aun más incómodo y se separó del mostrador. Desde esa nueva perspectiva, pudo ver mejor el rostro del almacenero. Lo encontraba viejo y cansado, poco quedaba de aquel hombre atlético que lo llevó alzando hasta el hospital el día en que volviendo de la escuela lo mordió un perro. Reconoció íntimamente que no podía fallarle a ese tipo que le regalaba caramelos cuando iba a comprar de la mano de su madre. Pero hoy también están los muchachos. Los muchachos que lo esperan donde cada noche se encuentran a librar la suerte y el destino.
 Esa mañana Roque había recibido un telegrama e inmediatamente salió de la casa sin hacer ningún comentario. Su mujer lo vio buscar algo en los cajones de la cómoda y ponerse la campera a los apurones. No le preguntó nada, esa actitud repetida durante la semana le confirmó que  Roque andaba lo suficientemente ansioso como para endilgarle además las propias dudas.
Ojalá no entre más gente, no me voy a animar –se dijo y fue hacia a la ventana. Las manos le transpiraban en los bolsillos. Si me voy no paro nunca más la bronca.
Doña María guardó el paquete en la bolsa y tardó un siglo en despedirse. El corazón de Roque latía con fuerza y el calor le había ganado todo el cuerpo. Cuando doña María cerró la puerta, él se abalanzó sobre el mostrador y quedó de frente a don José.
Se miraron.
El ruido de la calle pareció apagarse por un instante.
Roque fue sacando de a poco la mano derecha del bolsillo y José abrió grande los ojos.
-          ¿De dónde carajo sacaste eso?
-                Me pagaron la indemnización don José. Qué se yo cuánta guita hay. El del banco dijo que son como cinco mil.  Cóbrese la deuda  y déme lo que sobra que ya es hora de la timba.        ¿Sobra, no?

Alejandro Castellani

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